Los poderes notariales o el don de la ubicuidad… jurídica
¿Existe el don de la ubicuidad? Resulta obvio que ningún ser humano tiene la facultad de estar físicamente en varios sitios a la vez, a menos que tenga superpoderes pero… y ¿jurídicamente? En este caso, la respuesta es sí, y sin necesidad de ser un superhéroe, basta con otorgar un PODER.
La utilidad de esta figura jurídica es innegable ya que nos permite celebrar contratos o realizar actos que tengan efecto en nuestro patrimonio o, en determinados casos, en nuestra persona, sin necesidad de estar presentes. Así, mientras nos tomamos un daiquiri tranquilamente en la playa podemos comprarnos una casa, sacar dinero del banco, presentar una demanda judicial, avalar una deuda ajena, constituir una sociedad y, por qué no, contraer matrimonio.
Son pocos los actos y negocios jurídicos que quedan excluidos del ámbito de la representación.
Existen poderes cuyo alcance viene determinado por las concretas facultades que son objeto de delegación, como los poderes para pleitos, necesarios si estamos incursos en un procedimiento judicial puesto que mediante ellos podemos facultar a procuradores y abogados para que actúen en nuestro nombre en el mismo; o los poderes electorales, que nos permiten ejercer nuestro derecho de voto en el caso de que una enfermedad física nos impida desplazarnos; o los poderes preventivos, mediante los que en previsión de nuestra propia incapacidad designamos a quien se encargará de gestionar nuestro patrimonio cuando carezcamos de facultades para hacerlo por nosotros mismos; o los poderes para contraer matrimonio, en los que para evitar sorpresas debemos identificar bien a la persona con quien queremos casarnos. En el resto, los más comunes, el contenido lo establecemos nosotros. Así, podemos otorgar un poder especial limitando su contenido a un negocio jurídico concreto, por ejemplo vender una vivienda; o un poder general confiriendo las más amplias facultades de administración y disposición de nuestro patrimonio. Este último también es conocido coloquialmente como el poder de la ruina.
Ya imagino lo que está pasando ahora mismo por tu cabeza: ¿RUINA? ¡CÓMO QUE RUINA! ¿Pero no habíamos quedado que los poderes son de gran utilidad y que me permiten convertirme en una especie de Spiderman del tráfico jurídico? Efectivamente, es así, pero no puedes olvidar, como le dijo a Peter Parker su tío Ben que “todo poder conlleva una gran responsabilidad”, y debes ser consciente de ello.
Un requisito indispensable del poder es que designemos un apoderado que es la persona que se va a encargar de celebrar, en nuestro nombre, esos contratos de los que hemos estado hablando y que tienen efecto directamente sobre nuestro patrimonio.
La relación que nos une a ella es esencialmente de confianza, pero podría ocurrir que nuestro apoderado abusase de esa confianza causándonos un perjuicio, de ahí que haya que tener cuidado con nuestra elección. Imagina que te encuentras en plena calle: ¿te dejarías caer de espaldas esperando que cualquier viandante te recoja y evite que te des contra el suelo? Yo sinceramente no. Pues al igual que no confiamos nuestra integridad física a un desconocido tampoco debemos dejar nuestro patrimonio en manos de alguien que no nos de la suficiente seguridad.
Ante esto puedes decirme que, aunque no es lo normal, una persona en la que confías ciegamente puede traicionarte; y sí, tienes razón. Pero también debes tener en cuenta, como he dicho antes, que el contenido del poder lo determinas tú. Tú pones los límites.
Con esto no quiero asustarte, si no subrayar lo importante que es prevenir y reducir los riesgos al mínimo. Por eso es muy importante que antes de otorgar un poder le expongas tus dudas y preocupaciones al notario, que te asesorará y encontrará fórmula adecuada para que todo se desarrolle sin sobresaltos.
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