¿Soy demasiado joven para hacer testamento?
En la práctica diaria de los despachos notariales se observa una conducta muy extendida: las personas que acuden a otorgar testamento notarial son frecuentemente de edad avanzada (sería interesante hacer una estadística de ello, pero apostaría que la edad media de los testadores no baja de los sesenta años).
Lo cierto es que se suele considerar el testamento un tema tabú y un poco gafe. Mucha gente se niega a hacerlo porque piensa que –aunque sea subconscientemente– hacer testamento es como “mentar la bicha” y que les acerca al “otro barrio”. Pero nada más lejos de la realidad: no está científicamente demostrado, ni se demostrará, que otorgar testamento acorta la esperanza de vida de las personas.
Sin embargo, sí hemos de tener presente el famoso aforismo acuñado por el Presidente de los Estados Unidos, Benjamin Franklin: “Nada hay más seguro en la vida que la muerte y los impuestos”. Y teniendo claro como el agua que ese funesto trance algún día nos tocará a todos, aunque no podamos aventurar cuándo, siempre es conveniente resolver los problemas que podrían acaecer a nuestra familia y seres queridos si falleciéramos sin haber hecho testamento.
Es indudable que cuanta más edad tenga una persona y más bagaje acumulado en las alforjas (una familia definida, un patrimonio ya formado y unos valores y principios morales asentados, que difícilmente cambiarán a esas alturas…), es más normal tener ya medianamente meditada cuál va a ser su última voluntad y cómo quiere que queden los asuntos tras su marcha. Pero, como digo, es deseable ser previsor y dejar las cosas que se tengan claras ‘arregladas’ por lo que pudiera pasar.
Voy a poner un ejemplo ocurrido recientemente en mi notaría: un chico, con la mayoría de edad recién alcanzada, acudió a mi despacho con la intención de hacer testamento. Venía con firme decisión y las ideas claras pero, dado que por su edad difícilmente podía tener ya una familia estable formada –de hecho, estaba soltero y sin hijos– ni un patrimonio consolidado –era estudiante, de familia normal y no tenía ninguna fortuna recibida por herencia–, le pregunté que cuál era esa voluntad que quería plasmar en el testamento para el –improbable, mas no imposible- caso de un repentino y pronto fallecimiento.
La respuesta fue sencilla. El muchacho carecía de relación afectiva con su padre del que llevaba distanciado años. Se había criado sólo con su madre y le acusaba a él de una desatención constante y de negarle reiteradamente la pensión alimenticia impuesta por mandato judicial. El joven pretendía desheredar a su padre y designar como única heredera a su querida madre pues, en caso de que este hijo falleciera (sin haber otorgado testamento y careciendo de descendientes), el Código Civil (artículos 935 y 936) considera herederos a los dos padres a partes iguales.
Así pues, el joven otorgó testamento y se marchó con la conciencia tranquila a su casa por menos de 40 euros, en concepto de honorarios notariales, sabiendo además que ese testamento no tenía que ser su último y definitivo, ya que en cualquier momento podría acudir a un notario de su confianza para hacer un nuevo testamento acorde a sus nuevas circunstancias, personales y familiares.
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