El papel timbrado no lo aguanta todo: los límites de las actas notariales
Miguel Andreu era notario de Mazaleón (Teruel) el 2 de abril de 1640 cuando levantó un acta que ha pasado a la historia como la única en la que se deja constancia de un milagro. “Tan impresionante hecho” ocurrió en Calanda la noche del 29 de marzo: Miguel Juan Pellicer Blasco, un vecino de la localidad, se trasladó en 1637 a Castellón. A finales de julio de ese año, un carro cargado de trigo le destrozó la pierna derecha. Tras unas primeras curas, fue trasladado al Hospital Real de Valencia, donde ingresó el 3 de agosto, y de ahí pasó al Hospital de Nuestra Señora de Gracia, en Zaragoza. De la documentación del Hospital se extrae que la pierna derecha le fue amputada «cuatro dedos más debajo de la rodilla» y se enterró dentro de un hoyo «como un palmo de hondo».
Miguel Juan recibió el alta en el hospital, se le colocó una pierna de madera y se le proporcionó una muleta en la primavera de 1638. Para poder vivir, Miguel recurrió a la mendicidad, que practicaba en una de las puertas de la Basílica del Pilar. Allí oía misa todos los días y se curaba la herida de la pierna con el aceite de las lámparas. Dos años pasó mendigando, hasta que en marzo de 1640 regresó a su pueblo natal. Cuenta la leyenda que, siendo las diez de la noche, al entrar la madre de Miguel en la habitación en que se había acomodado, vio que de la cama asomaban dos pies cruzados.
Unos días después, el notario de Mazaleón levantó acta de que ante él comparecía quien fue identificado como Miguel Juan Pellicer Blasco y que tenía dos piernas. El notario se limitó a constatar la realidad de un hecho. La calificación del mismo como milagroso resultó de un proceso en el que declararon el cirujano que le amputó el miembro, varios facultativos que le asistieron, clérigos y vecinos.
En las actas, según el artículo 198 del Reglamento Notarial, los notarios consignan, previa instancia de parte, los hechos y circunstancias que presencian o les constan y que por su naturaleza no son materia de contrato. Esto significa que el notario se limita a dar fe de hechos que percibe por sus sentidos o que considera acreditados. Este tema ya se ha tratado en otras entradas, como “Que el notario levante acta” y “Que venga el notario a dar fe”, de mis compañeros José María y Joaquín, por lo que yo me centraré en los límites.
El valor fundamental de un acta notarial está en que prueba de forma inatacable el hecho que constituye su objeto, de tal manera que la presunción de veracidad sólo puede ser destruida en un juzgado por querella de falsedad. Sin embargo, la autorización de estos documentos también tiene unos límites:
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- No pueden ser objeto de acta las declaraciones de voluntad propias de los contratos, que deben formalizarse en escrituras o pólizas.
- Debe existir requerimiento previo, es decir, el notario no puede actuar espontáneamente.
- El requirente debe tener un interés legítimo, es decir, una razón suficiente que a juicio del notario merezca protección.
- El contenido debe ser legal. Es decir, el notario en su actuación no puede invadir la intimidad personal o familiar de otras personas, utilizar sus imágenes sin su consentimiento, entrar en una propiedad sin autorización o recoger en un acta manifestaciones de quien dice ser dueño, por ejemplo del sol, la luna o del viento.
- El notario no puede invadir la esfera judicial o administrativa. Así, por ejemplo, no se puede requerir a un notario para que levante acta de un pleno municipal o de la declaración de un testigo en un juzgado.
- La actuación del notario no puede ser oculta o sorpresiva. El notario debe hacer saber en todo caso su condición de tal y el objeto de su presencia y, en determinados casos, debe informar de los derechos que asisten a las personas con las que practica las diligencias, como el derecho a contestar.
- De cualquier manera, la actuación del notario debe ser imparcial, pues si bien debe recoger el interés del requirente, no por eso debe mostrar sólo la parte de la verdad que le favorezca.
- Las actas no pueden contener juicios o consideraciones para las que sea necesario tener conocimientos periciales de los que carezca el notario. En esos casos se pueden recoger las manifestaciones de un perito, pero el notario no puede hacer valoraciones si no tiene los conocimientos necesarios. Y es que, en este último supuesto, a veces a los notarios se nos pone en un aprieto, como a aquel compañero de Zaragoza a quien una señorita que iba a contraer matrimonio, y con el fin de ganar el favor de la familia de su futuro marido, le pidió que dejase constancia en acta de su apreciada “virtud”… “Cosas veredes, amigo Sancho”.
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